A las afueras de la ciudad italiana de Bérgamo, el Kilómetro Rosso —ideado por Jean Nouvel— conforma un polígono de empresas que quieren anunciar a quien conduzca por la autopista su preocupación por la sostenibilidad y el medio ambiente. Entre ellas, en el punto cero, el norteamericano Richard Meier ha concluido su edificio más sostenible, el laboratorio de Italcementi, una firma centenaria, quinta productora de cemento del mundo, que alberga la ambición de fabricar el hormigón más sostenible del planeta. Para eso necesitaba el laboratorio. En su catálogo figuran ya cementos transparentes —que lo combinan con un polímero más claro que el vidrio que permite ver a través de los muros (ya empleado en el pabellón italiano en la Expo de Shanghai)— y cementos activos descontaminantes —como el que idearon para que Meier construyera la iglesia del Jubileo en Roma que lleva una década limpiando la atmósfera y permitiendo que el templo no precise mantenimiento. Fue precisamente ese trabajo el que puso en contacto a los empresarios de Bérgamo con el Vaticano y con el arquitecto judío. En medio de esa combinación, que ambicionaba algo inédito, se fraguó la voluntad de levantar otro inmueble, un nuevo templo, dedicado esta vez al dios profano de la investigación. También en él Meier ha sido capaz de dejar su sello y, posiblemente, con mayor acierto y rigor que nunca. ¿Por qué?
Es difícil pensar en una arquitectura mejor que la del Pritzker de 1984 para levantar un laboratorio. Con su pulcritud constructiva, su matemático manejo de la luz y su aspecto de cocina funcional, este nuevo edificio de Bérgamo podría también ser un museo, como la Fundación Getty de los Ángeles, el Macba de Barcelona o cualquiera de los que componen el extenso currículo de la especialidad de este arquitecto. Sin embargo, instalado en medio de un paisaje húmedo y verde que combina el fondo alpino con la velocidad de la autovía, el nuevo inmueble se percibe como un monumento útil, un elemento ajeno al lugar y, sin embargo, benigno que mezcla rigor y ofrenda: el escenario —no la escenografía— del progreso. Más allá del blanco, “que impone orden y, a la vez, tiende a desaparecer”, explica el arquitecto, el control de la iluminación es una de las claves del éxito de Meier, capaz de lleva luz cenital o indirecta a lugares insospechados de sus mayores proyectos.
También la calidad constructiva es marca de la casa. En un edificio de este autor no hay descuidos. Tampoco hay sorpresas: “No puedo soportarlas”, admite. El proyectista de 78 años lleva décadas uniformado con camisa blanca y corbata negra para acudir a sus oficinas de la décima avenida neoyorquina, también con aire blanco, ordenado y pulcro, entre un laboratorio y una cocina. Pero hay más. Meier asegura que nunca ha levantado un edifico más sostenible que el que ahora se ha inaugurado en Italia. Más allá del cemento fotocatalítico —que devora la contaminación—, 420 paneles fotovoltaicos, invisibles en la cubierta ajardinada, 51 pozos geotérmicos, vidrios con rotura de puente térmico que ni pierden calor ni se empañan en los días de lluvia (llovía en la inauguración) le han valido al edificio las certificaciones Leed Platinum y European Green Building Award, reconocimientos que demuestran que cualquier estilo puede adaptarse a nuevos requerimientos para construir de manera más sostenible. No solo eso. El proyecto también prueba que un edificio puede ser a la vez laboratorio y experimento, ensayo y prueba. Puro método científico a favor de la arquitectura. Y del planeta.
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