El Pritzker de hace tres años a Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa debió de sorprender a Toyo Ito (Seúl, 1941). Puede que gratamente. Sejima había trabajado para él en la época más vanguardista del arquitecto japonés, cuando levantó la Torre de los vientos de Yokohama, cuya iluminación cambiaba con la brisa. Luego, como ella misma respetuosamente admitió, sus intereses se alejaron. Es cierto, pero también incompleto. Ito se había apartado de la ligereza anterior porque, a sus 71 años, sigue buscando. Esa búsqueda define sus intereses y su obra. También le ha valido el Premio Pritzker.
“He proyectado arquitectura teniendo en cuenta que ésta será mejor si nos libramos, aunque sea un poco, de cualquier limitación. Sin embargo, cuando termino un edificio, me doy cuenta con dolor de mi propia incapacidad. Esa incapacidad se convierte en energía para abordar el siguiente proyecto. Ese es mi proceso creativo y, seguramente por eso, mi arquitectura nunca tendrá un estilo fijo ni yo quedaré satisfecho con ninguno de mis trabajos”.
Esa ha sido la reacción del arquitecto al saberse, finalmente, ganador del Pritzker. El reconocimiento le llegó mucho antes. El mismo año en que Sejima y Nishizawa recibían este galardón, su país le concedió el Praemium Imperiale. El RIBA londinense lo había condecorado en 2006 y la Bienal de Venecia madrugó para reconocer con un León de Oro toda su trayectoria en 2002. El pasado verano Toyo Ito regresó a esa ciudad italiana. Su propuesta Home-for-All, en el pabellón japonés, no hablaba de experimentación tecnológica ni de innovación material, ni siquiera de formas orgánicas para mejorar la huella dejada por el Movimiento Moderno. Hablaba de la gente que se había quedado sin casa en Fukushima. También allí debía llegar la mejor arquitectura.
Ito no se conforma con ahondar en una investigación o perfeccionar un estilo. Por eso al amplio espectro tipológico de su obra se une un abanico formal que impide clasificarlo. La suya es una obra en marcha, una arquitectura que responde a contextos, programas y necesidades concretas: lo opuesto a una firma de autor. No es esclavo de las formas ni de las tecnologías. Y mucho menos, de su propio sello. Tal vez por eso, el arquitecto chino Yung Ho Chang, jurado del Pritzker, ha resumido sus trabajos en uno solo: “Hace avanzar la arquitectura y para conseguirlo no tiene miedo de soltar lo que ya ha logrado”.
La versatilidad de Ito está así cimentada en una investigación insaciable que le lleva a la vez a levantar obras que rompen con las jerarquías y las separaciones espaciales, como la Mediateca de Sendai (2001); edificios que emplean la piel como ornamento y estructura, como el rascacielos para Tod’s en Omotesando en Tokio (2004); inmuebles que exprimen un peldaño más las posibilidades constructivas del hormigón, como el Tanatorio en Gifu (2006); o pequeñas obras de arte, como el pabellón abandonado hasta su incendio y destrucción en lo que debería haber sido el Parque de Relajación de Torrevieja (Alicante).
Ese etéreo pabellón helicoidal de madera corona la mala fortuna de los trabajos de Ito en España. No es casualidad que ninguno de ellos figure en la galería de imágenes que acompaña el dossier del Premio Pritzker. En Logroño, sus viviendas de protección oficial no han encontrado compradores. Y en Barcelona, sus dos torres de la Fira, la nueva feria de muestras, buscaron ensamblar los edificios existentes y dotar de identidad a un barrio emergente con dos iconos difíciles de olvidar. Es cierto que esos rascacielos son más llamativos que excelentes, pero también lo es que cuando el presupuesto y el tiempo se apuran, la arquitectura solo se puede envolver con papel de regalo: pura fachada. Eso sucedió en Barcelona. En Madrid fue peor: el parque ecológico de la Gavia, en el ensanche de Vallecas, debía aprovechar el arroyo que lleva ese nombre, recuperar la antigua topografía del lugar, reciclar el agua de lluvia en uno de sus lagos y esperar a que la biodiversidad también regresara. Solo realizó una primera fase. Una vez inaugurado, dejó de interesar. Se acabó el dinero. La planificación fue nula. El parque hoy es vulgar: lo que debía ser un modelo de sostenibilidad no se sostiene ni él.
Así, aunque el nuevo Pritzker retrate a la administración española por su perfil más horrendo, premia sin duda a un profesional que, todavía hoy, con muchas más luces que sombras, merece el galardón. En activo y activando a los más jóvenes, Ito no solo ha demostrado ser incansable a la hora de repensar la arquitectura: lleva unos años repensando también el mundo. Nacido en la Corea ocupada por los japoneses, llegó a su país con dos años. Instalados en Nagano, su madre le encargó una casa a Yoshinobu Ashihara, que había trabajado con Marcel Breuer. Con 12 años perdió a su padre y toda su familia trabajó fabricando miso para hacer sopa. De aquella familia solo sobrevive su hermana.
El arquitecto, que tiene una hija de 40 años, enviudó en 2010. Tal vez por eso, en 2011, decidió ceder buena parte de su legado a un museo que lleva su nombre en la isla de Omishima. El nuevo edificio está formado por sólidos poliedros amontonados, pero junto a él se levanta la reconstrucción de la vivienda de aluminio que construyó para sí mismo en 1984. Su mensaje como arquitecto está en ese diálogo: los tiempos, las necesidades y los contextos cambian; la arquitectura debe responder a esos cambios.
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