«Busco la transparencia en lo sólido». Con esa paradoja describe la arquitecta japonesa Kazuyo Sejima (Ibaraki, 1956) sus dos proyectos norteamericanos: el etéreo pabellón de cristal para el Museo de Arte, que inauguró en Toledo (Ohio) el pasado verano, y el evanescente edificio para el Nuevo Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York, que espera terminar en otoño. Su explicación podría parecer un juego de palabras, pero el aspecto de los edificios la corrobora. Callada; de aspecto frágil, menudo, más flaco que esbelto, es, seguramente, la segunda arquitecta más famosa del mundo. Y al contrario que la iraquí Zaha Hadid, ha alcanzado la cima desde la sutileza y la discreción.
Aunque cada vez resulta menos extraño, es aún poco habitual que una mujer sola se mida con sus colegas en arquitectura. Históricamente abunda la figura de la profesional casada con otro proyectista, y que, con los cambios familiares, pasa a un segundo plano.
En medio de ese panorama, es noticia que una mujer venga a contradecir el tópico. Con ese físico enjuto y una sonrisa pícara de aire casi infantil, Sejima podría parecer una persona cercana a la descripción de sus proyectos: etérea y discreta. Pero su voz ronca, una mirada irónica y una gran afición a los cigarrillos, rápidamente rompen el equívoco. Viste de manera original, casi roza la extravagante elegancia de modistas japoneses como Yohji Yamamoto. Le gustan las prendas transgresoras y futuristas de Rei Kawakubo, el alma japonesa de Comme des Garçons. Y asegura que hubiera querido dedicarse a la moda, que, «como el de la arquitectura», dice, «es también un campo que refleja la cultura».
Lo abierto en lo cerrado, lo frágil en lo rotundo y lo irregular en lo ordenado. Las explicaciones de sus proyectos pueden parecer parejas de opuestos. Pero resumen una intención tan sencilla como rotunda: las descripciones tradicionales no bastan por imprecisas. Hablando con ella, las paradojas desaparecen. Casi se convierten en lógica pura. «Los arquitectos tenemos la obligación de pensar soluciones más allá de las habituales. Sólo así podemos contribuir a la época paradójica en la que vivimos. En un tiempo de incertidumbre, la arquitectura no puede ser inflexible».
Sus primeros proyectos hablaban de ella tanto como transmitían sus ideas. Muy temprano demostró que podía no saber exactamente hacia dónde iba, pero tenía muy claro lo que no le interesaba hacer. Hablaba de la casa como «un refugio para la mente» y criticaba las viviendas acristaladas por carecer de intimidad. «Una casa no sólo protege de la lluvia. También debe vencer el exceso de información, los ruidos visuales». El hogar es para Sejima «intimidad en un espacio compartido», y sus viviendas desarrollaron esa descripción voluntarista.
En la casa M de Tokio, la luz es cenital y no hay vistas al espacio exterior. Para la casa Y, en Katsuura, ideó un sistema de cortinas para distribuir los espacios y alterar las zonas de intimidad. En una residencia para ancianos de Yokohama evitó el paternalismo edulcorado con que se suele tratar a la tercera edad y les construyó un espacio que les obligara a tomar decisiones, como elegir un recorrido, para variar sus rutinas.
Con todo, si radical fue el camino en solitario, rompedor ha sido su despegue internacional. Una torre evanescente en el barrio chic de Omotesando, en Tokio, marcó hace tres años un punto de inflexión en su carrera. En medio de una fiebre que llevó a Prada a contratar a los suizos Herzog & De Meuron, o a Hermès a Renzo Piano para sus sedes japonesas, Christian Dior decidió apostar por ella, la menos famosa, la más joven, la única mujer y la única sin el Premio Pritzker. Con aquello le llegó a Sejima su aplazada internacionalización y también proyectos frustrados como la ampliación del IVAM de Valencia, que ella espera poder realizar algún día.
Con 50 años, Sejima lleva una década compartiendo estudio con Ryue Nishizawa, de 40. Llegó a la oficina con sólo 24 años, como poco más que un brillante estudiante. Ella supo ver su talento. Cuando, al borde de los 30, el joven necesitó independencia, no le dejó escapar. «Le ofrecí que nos asociáramos», recuerda. Con ese gesto, ella, que había ganado varias veces el premio de la revista Space Design, había sido nombrada en 1992 mejor arquitecta joven del país por el Instituto de Arquitectos Japoneses o se había colado entre las mejores arquitectas del mundo, renunciaba a su nombre para firmar con las siglas comunes SANAA, que hoy nombran el estudio. ¿O era un paso adelante?
El tiempo ha demostrado que no se equivocó. En la última década, sus proyectos se han multiplicado por varios continentes. En Zollverein (Alemania), Sejima y Nishizawa perforaron las paredes de un cubo con ventanas de tres tamaños distintos para que la nueva Escuela de Diseño hablara de la antigua tradición minera del lugar. En el Bowery de Nueva York, una cámara fotografía cada 10 minutos la transformación de una serie de cajas apiladas forradas de acero que se convertirán en el Nuevo Museo de Arte Contemporáneo de la ciudad. Y en una de sus viviendas más recientes, la Casa en un Huerto de Ciruelos, los arquitectos decidieron salvar dos de estos frutales en el centro del solar para que organizasen una vivienda que ofrece soluciones drásticas, como reducir un dormitorio al tamaño de una cama para ganar holgura en los espacios comunes.
A la luz de decisiones como ésta, su socio la define el ser humano más valiente que jamás ha conocido. Y Lisa Phillips, directora del Nuevo Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York, la considera «de una claridad afilada». Su método de trabajo es el ensayo, la prueba, el análisis. Y sus estudiantes confirman que sabe trabajar en equipo y logra motivar al grupo, apasionarlo por el trabajo común. No en vano, el sistema que sigue el estudio, que prueba y construye maquetas para las distintas versiones, es una labor comunitaria. Revela un talante más trabajador que iluminado, más de organización que de genialidad. Prueba, descarta, rectifica, corrige. Aunque con las cosas claras. Sejima sabe, por ejemplo, que la libertad en la que se mueve un arquitecto es muy limitada. Y aun así, asegura que entre esos límites hay un mundo. Cree que la arquitectura funciona mejor desde el segundo plano en el que ella misma se mueve: atendiendo a lo que solicitan los clientes. No se trata de que los comisarios rellenen un museo. Se trata de que los arquitectos se adapten a lo que éste va a exponer.
Por eso busca que sus proyectos desaparezcan, que se disuelvan en los lugares. ¿Cómo? El Museo de Arte de Toledo expone una colección de objetos de cristal, y, como tal, es un contenedor que se disuelve entre los cristales y los árboles para que «los visitantes tengan la sensación de caminar por el parque». Ése es el objetivo de su arquitectura evanescente. Como en la torre de Dior en Tokio, que pierde materialidad con la luz del sol o la de las bombillas. Gestos sutiles, pero drásticos con los que romper esquemas desde la tranquilidad, que busca más sugerir que imponer.
Se sabe poco de esta arquitecta. La transparencia de sus trabajos contrasta con el hermetismo de su vida privada. Como sus edificios, llega a los sitios sin hacer ruido. Quienes la conocen aseguran que su única pasión es su trabajo: «Lo que no es arquitectura es poco y es mío», dice con una carcajada y voz gruesa, rotunda. Cuenta que creció como la hija del ingeniero de una compañía eléctrica cuyos empleados vivían en casas de la empresa, funcionales, de aire moderno, alejadas del modelo tradicional japonés. Aquella vivienda unifamiliar fue su entrada en el mundo del diseño. Pero nunca soñó que se convertiría en arquitecta. Nishizawa apunta que la vocación de Sejima siempre fue convertirse en abuela. «Porque las abuelas son gente tranquila y sonriente que toma el sol». De momento no tienen hijos. «Ni mascotas», añaden.
De pequeña -cuenta Agustín Pérez Rubio en el catálogo de la exposición que sobre Sejima dirige para el Museo de Arte Contemporáneo de León- construía cabañas con los televisores y lavadoras abandonados. Sea o no ése el origen de su interés por la arquitectura, esa simiente fue indudablemente regada por una relación profesional de seis años con Toyo Ito, el primer arquitecto que hizo de la levedad su marca. «Me siento muy cercana a aquel Ito con el que trabajé. Heredé el gusto por lo liviano; que las cosas más complicadas parezcan sencillas, imperceptibles, como si no requiriesen esfuerzo. Pero hoy, Ito ha suavizado sus propuestas. Ya no lo siento cerca», asegura. También le dejó la herencia de aprender a convertir una idea en un edificio: la clave de la arquitectura. ¿Y qué ideas le interesan para esa tarea? «No creo en ningún tipo de jerarquía: ni social, ni profesional. Tampoco me interesan los tópicos: familia feliz, policía servicial. Todo eso es una herencia que tenemos derecho a cuestionar» ¿Cómo? «Evitando dogmatismos: la fachada de un edificio puede ocultar, en lugar de presentar», explica.
Aunque Sejima y Nishizawa mantienen un triple despacho, con oficinas individuales para cada uno y un estudio común para los dos, los grandes proyectos llevan la firma de ambos: SANAA. Con esas siglas han ganado concursos para hacer museos, que ahora están comenzando a entregar. ¿En qué se basaron para abordar un campo que con frecuencia ha manejado el espectáculo como su principal valor? En la luz. «Los museos que admiramos son los que emplean la luz como un elemento arquitectónico más: el Louisiana, en Dinamarca, que con la luz y el paisaje construye un edificio, o la Colección Menil, de Renzo Piano, en Houston».
En los próximos años veremos más museos etéreos de SANAA. Rolf Fehlbaum les ha encargado un pabellón para su fábrica de Vitra en Alemania. Hace poco ganaron el concurso para construir un anexo del Museo del Louvre en Lens, al norte de Francia. Y en Almere, una ciudad al norte de Holanda, que está renovando urbanísticamente Rem Koolhaas, están levantando un teatro.
Con ese prometedor futuro, lejos de despertar las suspicacias y rencillas habituales de cualquier arquitecto que vive su momento, el trato con sus colegas es inmaculado. El propio Koolhaas, además de contar con ellos para dibujar el nuevo Almere, les encargó un edificio en la zona minera patrimonio de la humanidad de Zollverein. Jacques Herzog declaraba en la edición estadounidense de Vogue que, con el pabellón de cristal del Museo de Arte de Toledo en el currículo de Sejima, se sorprendería que no ganara el Pritzker el próximo año.
Si así los juzgan sus colegas, ¿cómo ven Sejima y Nishizawa el mundo desde el otro lado? «Contradictorio y paradójico. Fuerte en la incertidumbre. Es decir, necesitado de una arquitectura flexible, sin jerarquías, abierta, de estética sencilla, no impositiva, ligera, de fachadas permeables, poco dogmática y con voluntad de trabajar hacia afuera y hacia adentro a la vez». ¿El futuro? «Me da miedo y me atrae al mismo tiempo», contesta Sejima, fiel a su proceder. Pero, al final, las sumas de opuestos hacen desaparecer las paradojas de sus propuestas. Lo que ellos quieren es que las cosas funcionen para todos, que la ciudad y el individuo se beneficien de su arquitectura, leve y evanescente.
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