Los venezolanos Elisa Silva y el estudio Enlace ganaron un concurso para solucionar un problema más social que arquitectónico. El Bulevar Sabana Grande de Caracas se había ido llenando de puestos ambulantes, de oportunistas, de trileros y de todo tipo de desórdenes urbanos. El miedo hizo que muchos ciudadanos perdieran ese paseo que había unido Caracas con las grandes plantaciones a principios del siglo XX. Ese abandono dio que pensar y se convocó un concurso. La actuación de los arquitectos ganadores fue sencilla pero drástica: sumar la acera a la calzada y recuperar la memoria del lugar como paseo empleando los adoquines sinuosos que apelan a la memoria colectiva. Ese gesto de confiar en la convivencia de las circulaciones lentas y los peatones en el centro de la ciudad y de hablar a la gente a partir de la actualización de la memoria es la base del proyecto. Pero hay más ideas y propuestas que el mundo puede aprender de quien está acostumbrado a trabajar desde la escasez o de quien le pide a la arquitectura responsabilidad no solo en el aspecto de las ciudades sino también en la vida de los ciudadanos.
La VIII Bienal iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo (BIAU) pretende poner esa información sobre la mesa. Es importante para configurar la arquitectura de los próximos tiempos, la que tiene ya claro que para ser cultural debe primero ser social. En ese reto se debate el mundo. Y los 26 proyectos de Argentina, Paraguay, Portugal, Perú, Chile, España, Brasil o Venezuela seleccionados por un jurado presidido por la arquitecta Carme Pinós tienen mucho que decir. En sus dos décadas de vida, la propia Bienal ha visto cómo, en las listas de ganadores, los grandes edificios iban siendo remplazados por las intervenciones urbanas y los proyectos con pocos medios. Hace apenas un lustro, hubiera sido impensable que los habitantes de Palomino, un pueblo del Caribe colombiano, hubieran podido figurar en el palmarés como coautores de la transformación de un pueblo estigmatizado. Inteligencias Colectivas es el nombre del grupo organizado por el arquitecto Carlos Hernández Correa, un proyectista que sin renunciar a la emoción ha llevado otra exigencia a la arquitectura del futuro.
“En Palomino se pueden ver representados todos los problemas del país. La crisis de los valores humanos, la pérdida de la identidad cultural, la intolerancia y la discriminación racial, la falta de políticas claras, la desaparición de especies, la corrupción del Estado, la ineficacia o la pérdida de confianza en la resolución de los conflictos”, explica. Su proyecto es un experimento.
Trabajó con la población proponiendo alternativas para mejorar su calidad de vida. De lo que se habla en este proyecto no es del color de los azulejos del baño, aquí se discute cómo plantear una revolución urbana. Eso incluye la revisión constructiva. En el pueblo la tradición se ajusta al clima, pero muchos vecinos asocian progreso con occidentalización de sus casas. Desactivar esa idea genera cambios urbanos. Hay trabajo para todos: hacer cestos con bolsas de plástico, tejidos con hojas de palma o tiralíneas con cal. Se ha organizado una recogida comunitaria de basuras, cine al aire libre, gradas móviles o redes atrapa-cocos. Los arquitectos trabajan realizando talleres, prototipos y formando a los ciudadanos. “Cuánto daño ha hecho el cuento de los tres cerditos haciendo que la gente ambicione el bloque de cemento y desprecie las ventilaciones continuas de los espacios de palma y madera”, explica Hernández. En Palomino, la cultura del ahorro y la colaboración le plantan cara a muchos males. La arquitectura es aquí más formación que construcción. Y esa formación es cultura.
Construir con pocos medios, asumir y aprender de las tradiciones, recuperar o fomentar la autoconstrucción (viva hasta hace dos días en Andalucía y hoy prohibida) y fomentar la implicación ciudadana podrían no solo romper la endogamia de la arquitectura, sino también resolver muchos de los problemas de los ciudadanos. Ese es el valor de una Bienal que, progresivamente, muestra un camino de vuelta e indica cómo hoy Europa podría aprender de lo que se hace en América Latina. Entre las 26 obras premiadas, que se expondrán en Cádiz el próximo septiembre durante los encuentros de la Bienal, más allá del ingenio, la actualización de las tradiciones o las transformaciones urbanas, la variación presupuestaria ofrece otro gran escenario para comparaciones. Y para indagaciones. Las cuentas claras en la arquitectura son clave para sacar del oscurantismo todos los mundos de intereses no ciudadanos y no arquitectónicos que envuelven, y tantas veces ahogan, a los edificios y las ciudades.
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