El 1 de febrero será posible subir hasta el mirador que corona The Shard. El rascacielos más alto de Europa se parece, como su nombre indica, a una astilla, y aunque la torre Mercury de Moscú amenaza con superar los 310 metros del edificio londinense de Renzo Piano, este representa mucho más que un récord de altura. Sintetiza la apuesta por extender la City –el barrio que concentra las sedes empresariales de la capital británica– a la hasta hace poco degradada orilla sur del Támesis. Supone el asentamiento de la financiación de Catar entre los símbolos británicos (los cataríes ya son dueños de los almacenes Harrods y acaban de comprar la villa olímpica). La torre evidencia también la decisión de densificar el centro de las ciudades frente a la posibilidad de crecer por la periferia y confirma, además, que en los rascacielos del futuro el valor artístico ganará fuerza y peso: las cajas ya no sirven.
Cuando, el pasado julio, el príncipe Andrés, el primer ministro catarí y el alcalde de Londres celebraron públicamente la culminación del edificio y el final de la construcción de su fachada, 30 cañones láser dispararon sus rayos de luz hacia otros iconos de la capital británica. Merece la pena recordar ese momento. Las luces alcanzaron la noria del London Eye, un mirador que nació para tener una vida breve –celebrar el cambio de milenio– y que, sin embargo, permanece amarrado a la orilla sur del Támesis, frente al Parlamento, y convertido en uno de los nuevos símbolos de la ciudad. La luz también llegó hasta la catedral de San Pablo y, tras sobrepasarla, alcanzó el rascacielos con forma de torpedo conocido como The Gherkin (el pepinillo) que Norman Foster ideó para una aseguradora suiza. Luz verde bañó una vecina histórica al otro lado del río, la Torre de Londres, la fortaleza normanda que pasó de ser un símbolo de la opresión de la élite gobernante a convertirse en prisión y que hoy custodia las joyas de la corona. Sin embargo, el viejo Big Ben quedó a oscuras. Nadie se acordó del reloj del Parlamento británico, que encierra la campana más famosa del mundo (la que le da nombre). El antiguo símbolo de la ciudad perdió protagonismo. La torre de Charles Barry había dejado de ser grande.
Está claro que el nuevo rascacielos cambia el contexto y, consecuentemente, alterará la historia de la ciudad. Esa altura, en esa céntrica ubicación, aspira a disparar el distrito de Southwark hacia una transformación. Pero su construcción no refleja solo esa voluntad de cambio. “Será tan esencial subir al Shard al visitar Londres como lo es ascender hasta la cima del Empire State cuando se llega a Nueva York”. El promotor Irvine Sellar lleva doce años publicitando esa idea que hoy, finalmente, resulta plausible. Cambiar el rostro de una ciudad, algo que durante siglos ha sido cuestión de tiempo, hoy parece ser, en el mejor de los casos, cuestión de fe. Los promotores aprenden a creer en lo que no existe. Y evangelizan con esa nada. Desde la obsesión repiten hasta contagiarla su visión futurista para conseguir valores intangibles como la credibilidad y la confianza, y bienes muy concretos, como inversores, permisos y dinero. Todo eso lo logran a partir del escurridizo patrimonio de una idea.
Tras abandonar el colegio con 16 años para trabajar en la tienda de guantes de su padre, Sellar se hizo millonario con una idea: pasar de vender ropa en los mercadillos a hacerlo en Carnaby Street. Para levantar la mayor torre de Europa, también tuvo una idea sorprendentemente sencilla. Se trataba de pasar del tren a la mesa de trabajo en cuestión de minutos. Esa posibilidad no dependía de la forma de un edificio, sino de que este se ubicara junto a la estación de London Bridge, que combina metro y tren de cercanías, y que, según un estudio del Ayuntamiento de la ciudad, vomita más de 150.000 pasajeros –en hora punta– frente al corazón de los negocios británicos. La baza era la de la proximidad. Con ella, los ciudadanos ganaban comodidad y tiempo libre, y la ciudad perdía contaminación, ruido y miles de coches circulando por sus calles. A Sellar le faltaba encontrar un rostro para su idea, un arquitecto que diera credibilidad al nuevo inmueble. Era importante afinar en la elección. Tras la burbuja inmobiliaria, los rascacielos impenetrables han perdido el favor de las empresas y los ayuntamientos. Es cierto que las fachadas son hoy más ambiguas que nunca, pero también lo es que ahora suman árboles, terrazas y acceso público al programa para hacer creíbles los edificios. Tras un primer intento de levantar un diseño de la firma británica Broadway Malyan que fue demonizado por la prensa, Sellar no podía volver a equivocarse.
Así, encontró en la calidad y la experiencia de Renzo Piano un caballo ganador. Fue Piano quien decidió el programa de la torre: propuso mezclar oficinas con tiendas, un hotel y restaurantes. También insistió el genovés en que el lugar más alto de Londres, la cima del rascacielos, debía tener acceso público. El autor del Pompidou llegó incluso a bautizar el inmueble. Sucedió durante una rueda de prensa, cuando describió su torre como una “astilla de hielo”. El hielo, la frialdad del edificio, se ha ido derritiendo, pero la astilla permanece. Hoy Piano asegura que la torre más alta de Europa no es un edificio agresivo. “No busca ser el rostro del poder. Quiere celebrar el cambio, la necesidad de transformar las ciudades para que estas sigan siendo habitables por muchas personas”.
El rascacielos que asciende sobre la estación de London Bridge es, efectivamente, cambiante. Su fachada de vidrio, de tres capas para evitar el exceso de soleamiento y la fuga de calor, permite el paso de la luz natural. Refleja a sus vecinos en la base y se vuelve azul, o blanca, cuando alcanza mayor altura. El cristal es un punto fuerte en la sostenibilidad del inmueble, a la que contribuyen las placas fotovoltaicas, que reducen en un 45% las emisiones derivadas del consumo energético, y el hecho de que el 20% del acero empleado en la estructura sea reciclado. Pero donde realmente radica la sostenibilidad del proyecto es en su aparcamiento: apenas existe. Esta torre de 87 pisos solo tiene 48 plazas de garaje. Eso da sentido a la idea original defendida por Sellar. Significa que, efectivamente, las 12.000 personas que trabajen allí –cuando las oficinas se alquilen– pasarán del tren, o del metro que llega hasta los cimientos, a la mesa en cuestión de minutos.
Llueve en Londres y la enorme fachada de vidrio –equivalente a la superficie de ocho campos de fútbol– no refleja ni el movimiento de las nubes ni el ajetreo de la gente en la ciudad. La niebla y el agua confieren a la torre un color indefinido que puede resultar gélido, el hielo del que hablaba Piano. Tal vez por eso los promotores han querido caldear el ambiente, acercarse a la gente y hablarle al barrio nada más llegar. Así, el pasado 6 de julio, Jahden Grant, Isa Mitchell y Thomas Brady fueron los primeros niños en tener Londres a sus pies. Los chavales, de 11 años, ganaron el concurso que invitaba a dibujar el nuevo edificio. Subieron hasta el piso 80 y la prensa retrató el momento. Los periódicos también destacaron que a los futuros visitantes les costaría 25 libras esterlinas (algo más de 30 euros) contemplar las vistas que habían dejado boquiabiertos a los niños; finalmente, el techo de Londres no sería tan público.
Sin embargo, en septiembre, un amigo especial de Sellar, el príncipe Andrés, le echó un capote a la popularidad de la torre retratándose junto a ella. Con todo, resultó chocante el modo en que lo hizo. Ataviado con un traje de alpinista y atado a un arnés, el duque de York aparecía en las fotografías colgado del mirador. Había elegido para el descenso una de las vías más complicadas: la resbaladiza fachada de vidrio. Su alteza real salió del piso 87 y llegó al 20 con la compañía de otros 28 intrépidos benefactores que perseguían donaciones para sufragar, entre otras cosas, a la Marina. Recaudaron casi un millón de euros, The Shard se hizo con una tarjeta de presentación impagable, y la familia real, con un sorprendente paso más en su esfuerzo por tratar de mantenerse, a la vez, inalcanzable y cercana. Al terminar, el duque admitió haber pasado mucho miedo y declaró que jamás volvería a hacer algo parecido.
Pero lo había hecho en la nueva torre. Contemplar cómo un príncipe se jugaba la vida congregó a 700 vecinos a los pies, todavía de barro, del coloso. Y encendió una luz sobre el edificio para quienes todavía no lo habían visto. Puede que fuera la altura sin rival la que propiciara la hazaña. Esos 310 metros y la ubicación junto a la estación son, para Sellar, la mejor baza del nuevo edificio. Sin embargo, el alcalde, Boris Johnson, ve el mismo rascacielos con otra lente. Lo califica de “símbolo del empeño de la ciudad para vencer la recesión”. Y ambas opiniones se apoyan en un tercer pilar: la relación económica con Catar. Ese país, del tamaño de Holanda y con una población que apenas supera el millón de habitantes, se está convirtiendo en propietario de muchos de los emblemas británicos. Tal vez por eso, su inversión ha empujado la reconstrucción del único pedazo de Londres cuyos barrizales, almacenes de ladrillo y calles estrechas podrían recordar la época de Dickens, en los inicios de la revolución industrial. Así, el día en que el alcalde Johnson, el príncipe Andrés y el primer ministro de Catar, Sheikh Hamad bin Jassim bin Jaber al Thani, celebraron el éxito de su edificio, el primo del emir pudo ver, desde lo alto de su inmueble, muchas de las posesiones del país que anuncia su fundación en las camisetas del Barça y que en 2022 acogerá el Mundial de fútbol. De los almacenes Harrods, en Knightsbridge, a la nueva Villa Olímpica, al este de la capital. Los supermercados Sainsbury’s donaron hace casi tres décadas el dinero para ampliar la National Gallery. Hoy pertenecen, en un 26%, a los inversores cataríes, que son también dueños del edificio de viviendas más caro del mundo: el número 1 de Hyde Park, levantado por el socialista Richard Rogers.
Aun siendo el rascacielos más alto de Europa, el Shard no es la torre más alta diseñada por Piano, que levanta en Corea del Sur el Triple One, otro rascacielos que doblará su altura. Sin embargo, el italiano asegura que no aboga por la construcción en altura, “pero sí por densificar el centro de las ciudades”. “Es insostenible seguir construyendo en la periferia. Si las ciudades no ponen un límite, dedicaremos gran parte de nuestra vida a los traslados y perderemos la relación con la naturaleza”.
Metáfora de la catarización de Londres o del esfuerzo para vencer la recesión, al final siempre hay una obsesión detrás de las mayores transformaciones, y el Shard representa para el promotor que lo imaginó, el antiguo vendedor de camisetas Irvine Sellar, una nueva aventura. Por eso, durante el discurso inaugural, Sellar animó a correr riesgos: “Hacerlo es importante para las personas, para la sociedad y para los negocios”.
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