Entre 1990 y 2000 Wang Shu (1964) no tenía trabajo. No quería entrar en el mundo académico ni dedicarse a la política y decidió probar suerte en “el peldaño más bajo de la sociedad”, explicó el arquitecto hace dos años en la última Bienal de Venecia. Ese peldaño era la construcción, con horario de 8 a 24h. Shu comprendió que tradición es continuidad y encontró tiempo para estudiar las tradiciones artísticas y filosóficas de otras culturas. Una década después ha conseguido el Premio Pritzker. Y ahora son sus cuatro colaboradores quienes se llevan a casa deberes para aprender de tradiciones que les ayudan a tomar decisiones como reponer los materiales de un edificio cada veinte años o no construir cimentaciones con hormigón para no herir el territorio.
Más allá de reconocer la mejor arquitectura del pasado, o del momento, el Pritzker ha decidido indicar cuáles deben ser las vías de futuro, y el premio para un arquitecto conocido por denunciar la destrucción del patrimonio arquitectónico chino en medio de la desaforada carrera de su país hacia un supuesto progreso es ciertamente un golpe sobre la mesa. Este año ya estaba anunciado que el galardón se entregaría en Pekín. Y un jurado de proyectistas periféricos, (Aravena, Pallasmaa, Murcutt no sólo por sus procedencias, también por su manera social y cultural de juzgar la arquitectura), optó por hacer política lanzando al estrellato a un profesional que llevó a la Bienal de Venecia sendas protestas por la destrucción del patrimonio de su país y a favor de la arquitectura “poco profesional” realizada por la gente y fruto de una colaboración. “No todo el futuro es High Tech. La tradición se puede realizar con técnicas modernas”, declaró entonces. Y más allá de hacerlo alto y claro con su trabajo, no ha cesado de lanzar mensajes: “No basta con hacer cosas populares. China puede mostrar el camino de la responsabilidad al mundo” es uno de ellos. Mientras su país se decide, está claro que él sí trata de mostrarlo. También a China. Su Museo Histórico de Ningbo –que él define como una montaña- es, en realidad un monolito levantado con restos de piedras provenientes de edificios de esa ciudad que habían sido demolidos. En ese inmueble, el arquitecto puso a prueba sus ideas en defensa de la colaboración y aceptó que los obreros decidieran la organización final de las piedras de la misma forma aleatoria que los habitantes de la zona suelen recomponer los ladrillos de sus viviendas tras uno de los frecuentes tifones.
Wang Shu formó en 1998, junto a su mujer la arquitecta Lu Wenyu, el estudio Amateur Architecture que, ya desde el propio nombre, defiende un regreso hacia la no profesionalización de la disciplina asegurando que la participación de los futuros usuarios asegurará el mantenimiento del edificio y la posibilidad de que todo el planeta conozca una arquitectura más humana. Es una pena que el valiente jurado del Pritzker haya tenido en esta ocasión tanta visión y a la vez tan poca como para no premiar también a la socia y esposa de Shu, como sí hizo hace dos años con ocasión del premio a Kazuyo Sejima que la japonesa compartió con su socio Ryue Nishizawa.
Con Lu Wenyu convertida en la nueva Denise Scott Brown -a la que el Pritzker no reconoció al premiar a su socio y marido Robert Venturi- el galadón envía dos mensajes. Por un lado premia a un arquitecto que ha denunciado que la profesión es cómplice de la destrucción y exige una vía sostenible con la cultura y los lugares. Por otro, pierde la oportunidad de, precisamente en un país como China, demostrar que el trabajo de las mujeres y los hombres debe reconocerse por igual. Los cuatro empleados del matrimonio se han cansado de escuchar de sus jefes frases como: “La humanidad es más importante que la arquitectura” o “un edificio que no comprende a la personas es insignificante”. Wan Shu, que se formó en China y, desde su estudio en Hangzhou, a 170 Kilómetros de Shanghai, solo ha construido en ese país, anima, también desde su web, a construir con “naturalidad, espontaneidad, temporalidad y si hace falta de manera ilegal”.
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