Aunque los primeros rascacielos apuntaron al cielo con cubiertas que se adelantaron a los cohetes y con decoraciones decó, el prisma puro se hizo pronto el rey de esa tipología arquitectónica. El movimiento moderno convirtió las torres del siglo XX en cajas, rara vez en tubos, que sólo con la nueva densidad de las ciudades, y con la consecuente proliferación de este tipo de edificios, se empezaron a desdibujar.
Con la mayoría de las urbes del planeta sembradas de rascacielos, el anodino prisma perdió valor. Quienes los encargaban demandaron otro tipo de expresión, singularidad para sus inversiones. Quienes los diseñaban vieron en las nuevas torres la oportunidad para dar rienda suelta a su creatividad. Así, aparecieron rascacielos que giraban sobre sí mismos (la Turning Torso de Santiago Calatrava en Malmö, Suecia), con forma de pagoda (las Torres Petronas de César Pelli en Kuala Lumpur, Malaisia), en forma de vela (como la que levanta Ricardo Bofill en el puerto de Barcelona) o con el aspecto fálico de un torpedo (como el Gherkin de Norman Foster en Londres o la Torre Agbar de Jean Nouvel, también en Barcelona). Parecía un juego. Sin embargo… pocas tipologías más difíciles que ésta. Y, consecuentemente, no son pocos los arquitectos que se han estrellado al querer subir tan alto.
En Nueva York, Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa (Sanaa) exprimieron un concepto aparentemente sencillo, casi naïf, pero estructuralmente complejo. Dibujaron para el New Museum of Contemporary Art el edificio que hubiera construido un niño jugando con cajas de zapatos. Poco después, Jacques Herzog y Pierre de Meuron están haciendo algo similar en su edificio de viviendas acristaladas en Tribeca, pero esta vez ascendiendo 60 plantas. La idea de sumar volúmenes, con eje distorsionado o formando pirámides, triunfaba.
Ahora el estudio barcelonés Archikubik firma, junto a la estación de Sants, una torre que apila apartamentos de alquiler. A pesar de tener sólo diez plantas, el edificio de Marc Chalamanch, Miquel Lacasta y Carmen Santana resulta muy esbelto porque, a la manera de los mini-rascacielos japoneses, se apoya en una planta de sólo 250 metros cuadrados. El zig-zag de sus plantas soluciona dos asuntos clave en un edificio de altura: el contacto con el suelo y el acabado antes del cielo. Además, ese ritmo obtenido del movimiento en el fuste logra separar las medianeras y convertirlas en fachada, obteniendo así una torre a cuatro vientos.
Curiosamente, una arquitectura con una forma tan aparentemente azarosa requiere una gran pericia estructural. Pero tiene un objetivo fundamental: repartir vistas y multiplicar la luz. Es posible levantarla en gran parte gracias a un tipo de construcción en seco: con componentes prefabricados, sin el engorro del hormigón y muy lejos de los ladrillos de siempre. Apilar pisos puede parecer un juego, pero obedece a un gran reto.
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